viernes, 28 de diciembre de 2012

X. LA MORAL DE LA RETAGUARDIA Y LAS PROBABILIDADES DE PAZ



X. LA MORAL DE LA RETAGUARDIA Y LAS PROBABILIDADES DE PAZ
SÍ se confronta los recursos militares de que disponía la República y los cada día más fuertes de que iba proveyéndose el enemigo; si a la inferioridad constante de los medios de resistencia, se añade el mal uso que en ocasiones se hacía de ellos y el desperdicio de energías causado por la discordia y la insubordinación, es asombroso que la guerra haya tardado treinta y tantos meses en decidirse sobre el terreno.
Se ha de admitir como parte de la explicación de ese fenómeno (la otra parte hay que adjudicársela a los planes del enemigo y a los recursos de que dispusiera), que un esfuerzo suplementario, un recargo en los sufrimientos de la población civil y de los combatientes, estuvo supliendo, hasta cierto día, las deficiencias comprobadas.
Es un hecho innegable que la voluntad de resistencia fue general, mientras las masas creyeron en la eficacia de resistir para salvar la República.
Al abrigo de esa esperanza, las privaciones más duras y las decepciones más amargas, se soportaron con estoicismo. Era también evidente, y  los hechos vinieron a corroborarlo, que en perdiéndose la esperanza, nadie podría obtener, ni por la persuasión ni por la violencia, un sacrificio más.
Esto es así, por las condiciones actuales de la guerra, que no se hace únicamente con los ejércitos en línea, sino con toda la retaguardia, de cuya moral se alimenta la del soldado. Es necesario recordar, para levantarla a la altura de su mérito, la abnegación de una gran masa, clase media y obreros, sacrificando, quién su trabajo, quién su bienestar, todos la tranquilidad y la alegría, muchos la vida.
De cuanto se ha visto en el campo republicano, eso es lo más puro, lo intachable sin disputa. Que unos sacripantes, altos o bajos, hayan realizado, por diversos estilos, un sabotaje siniestro, esclarece la humilde virtud de los que han cumplido con su deber.
Derrumbarse la República les ha arrancado lágrimas de rabia; una rabia que no se dirigirá siempre contra los vencedores.
Las sucesivas pérdidas de territorio no bastaron, durante algún tiempo, para quebrantar la confianza.
Las causas verdaderas, incurables, de aquellas adversidades, eran ignoradas por la gente común, y mal apreciadas, cuando no desconocidas también, por muchos hombres políticos. Siempre había preparada para ellas una explicación local, demostrativa de que no afectaban al resultado último de la guerra.
Que Madrid no hubiese caído, ni cayera, producía en la moral pública el efecto de una victoria continuada, por más que desde marzo del 37 las operaciones en torno de la capital estuvieran en un punto muerto.
« ¿Qué van ustedes a hacer si se pierde Madrid?», le preguntaba yo a un ministro en esa fecha, cuando se libraba la batalla del Jarama.
 « ¡Reconquistarlo!», me respondió.
 ¿Espíritu espartano?.
No. Ignorancia de la realidad de la guerra.
Antes de qué las ofensivas del ejército republicano se estrellaran en Madrid (julio, 1937),
Aragón (agosto, 1937), Teruel (enero, 1938), y de que se perdiera todo el norte, los descalabros locales se recibían con buen ánimo, pensando que en cuanto el ejército estuviese reorganizado y bien provisto de material, se empeñaría, por iniciativa propia, la partida decisiva.
Tan robusto era el optimismo que, al perderse Bilbao y todo el País Vasco, algunas personas muy calificadas decían que de esa manera quedaba suprimido un problema político, para el presente y para el futuro, ventaja que venía a compensar en cierto modo el revés de las armas.
Los fracasos que acabo de mencionar, dejaban poco margen a la confianza. En vísperas de la ofensiva de Madrid, el ministro de Defensa me decía: «El resultado de estas operaciones va a prejuzgar lo que será la guerra para nosotros.
 Tenemos allí nuestro mejor ejército.
Se han llevado otras tropas, toda la aviación y una masa de artillería. Si no logramos un resultado importante, no tenemos ya nada que hacer».
La rudeza de aquellas lecciones, melló profundamente la moral.
Las consignas oficiales, cada vez más rigurosas, lo daban a conocer. Por otra parte, el bloqueo se hacía sentir cruelmente. Madrid tenía hambre.

En otras comarcas, como Valencia y Cataluña, donde solía haber de todo, empezaban a faltar las cosas más necesarias. Peregrinar en busca de alimentos, vino a ser la ocupación principal de las familias.
Los precios subieron hasta diez o doce veces sobre el costo normal de los artículos. La tasa agravó la escasez. Los vendedores escondían los géneros, y el público, disputándose a fuerza de billetes lo poco que había, aceleraba el encarecimiento.
El papel moneda, por su misma profusión, se depreciaba en el mercado interior. Solamente el pago de los sueldos de la fuerza armada, requería una suma mensual que, grosso modo, puede calcularse en unos cuatrocientos millones de pesetas. Su importancia relativa se aprecia mejor teniendo presente que los gastos totales del Estado español, en tiempo de paz, no llegaban, mensualmente, a tanto.
Hubiera bastado la carestía para producir un malestar intolerable: quien encontraba una docena de huevos, había de pagarla en treinta duros; un pollo, si algún campesino se decidía a venderlo, cuarenta duros; una lechuga, cinco o seis pesetas; un par de zapatos hechos, quinientas o seiscientas pesetas; unos zapatos a la medida, aportando el cliente la suela, mil pesetas.
La escasez, el hambre, eran el suplicio cotidiano, mucho más terrible que los bombardeos de aviación, cuyo poder desmoralizante es pequeño, comparado con los estragos que causan.
Empeorando la situación militar, forzosamente había de preguntarse la retaguardia si tales sacrificios durarían mucho tiempo y, si al final, serían de alguna utilidad.
Esta angustia no aparecía en las resoluciones, proclamas y otras muestras oficiales de la opinión de los partidos, cortadas todas por un solo patrón; pero las mismas personas que, siguiendo la corriente, o por otro respeto humano, aprobaban en público la «guerra hasta el fin» (¿hasta el fin de qué?), confesaban en privado su deseo de verla concluida cuanto antes y del modo menos/ malo posible.
En realidad, en el campo republicano no se propuso nunca este dilema; resistencia o rendición.
La divergencia podía ser entre guerra a todo trance o paz negociada.
Cuando el sordo trabajo que minaba la opinión tuvo fuerza bastante para originar un problema político y una crisis de gobierno (abril, 1938) las posiciones extremas eran: resistir es vencer; la resistencia es la única política posible; o bien: la guerra está perdida; aprovechemos la resistencia para concertar la paz.

No puede fallarse honestamente sobre el valor de esas posiciones, si no se tiene presente dos verdades axiomáticas, obtenidas por observación de la realidad: 1a: Del hecho de la guerra, por su monstruoso desarrollo, y su impensada duración, únicamente podían venirle a España males infinitos, sin compensación posible; 2a:

Practicándose la no-intervención en la forma que conocíamos, la República no podía vencer en el campo de batalla a sus enemigos.
Oyendo formular por vez primera estas verdades, muchos se escandalizaban. ¡Lástima que los sucesos hayan desmentido el escándalo!
La guerra, desde su origen, carecía de justificación. Es normal que se exprima el ingenio y se apuren los argumentos para justificarla.
Eso denota en algunas personas la necesidad moral de ahuyentar las dudas y tal vez la conveniencia política de salir al encuentro de una pregunta que el país no dejará de hacerse: ¿por qué tanta desventura?
Aunque hubiesen sido ciertos todos los males que se le cargaban a la República no hacía falta la guerra. Era inútil para remediar aquellos males. Los agravaba todos, añadiéndoles los que resultan de tanto destrozo.
Viéndose agredida, la República tenía que defenderse. Ante un alzamiento militar, la obligación estricta del Estado era resistirlo, y tratar de dominarlo.
Creo haber explicado en el curso de estos artículos por qué no se logró.
Al convertirse el movimiento en guerra campal, y al desatarse aquel furor que, en la contemplación de sus obras, se embravecía más, fueron comprometiéndose en la guerra muchas más cosas de las que pensaban comprometer o arriesgar sus promotores.
No previeron lo que encerraba su germen. Iban a perderse los más preciados valores del patrimonio nacional. Vidas y bienes, para siempre.
Hábitos de trabajo, independencia del espíritu, captado por todos los fanatismos.
Se ganarían odios incurables y la lesión moral recibida por las generaciones más jóvenes. En España, a ambos lados de las trincheras, y en el extranjero, se hacían cabalas sobre quién ganaría la guerra.
En realidad, la guerra no la han perdido sólo la República y sus defensores.
La han perdido todos los españoles.
Contemplar la magnitud de la catástrofe, traía aparejado el afán de poner término a la guerra.
Pero quien, amarrado a un deber muy estrecho, quería restaurar la paz y conservar la República, hacer de la una la condición de la otra, estaba seguro de navegar contra la corriente.
Convencerse de que la República, aherrojada por la no-intervención, no podría derrotar militarmente a sus enemigos, estuvo, de primera intención, al alcance de pocos. Desde septiembre del 36, los datos del problema no variaron sustancialmente, pero su lento desarrollo en el tiempo y sobre el terreno dejaban amplio margen a la esperanza de que podrían modificarse, o a la ilusión de que no eran tan rigurosos como se había supuesto.
Extraer de los datos conocidos la consecuencia fatal, merecía casi siempre esta respuesta: «Si las cosas continuaran así, no habría remedio. Pero hay motivos para esperar un cambio.
Mussolini y Hitler no harán siempre lo que se les antoje.
No todo cabe en la lógica.
Hay los imponderables».

En la opinión popular, más emocional que analítica —y la opinión de esa calidad llegaba muy alto— alentaba la conmovedora seguridad de que un derecho tan claro, un sacrificio tan fuerte, la voluntad de no someterse a la dictadura, tendrían su recompensa.
Por obra de esta disposición, las adversidades de la guerra parecían más graves cuando la imaginación las temía que cuando la realidad las imponía. Así, el hecho desastroso, que debía poner límite a las esperanzas y demostrar que la guerra estaba perdida, se iba poniendo, también con la imaginación, cada vez más lejos.

En julio del 37, recibí en Valencia a unos diputados comunistas.
Como les hablase de la probabilidad de que llegase el enemigo al Mediterráneo, quedando cortadas las comunicaciones con Cataluña, uno de los presentes, de mucha cuenta en su partido, exclamó: «Esperemos que no ocurra eso, porque si ocurriese la guerra estaría perdida, y no habría más que pensar en salvar lo que se pudiese de la República».
Ocurrió el suceso en abril del 38, y ¡en qué condiciones!
Mis visitantes de Valencia continuaron siendo acérrimos partidarios de proseguir la guerra.
El ejemplo no es exclusivo.
Puedo aplicarlo a otros grupos y personas, muy lejanos del comunismo.
¿Cuál era en todo esto la opinión de los militares profesionales?.

Con los dictámenes y propuestas elevados al gobierno por el Estado Mayor Central [EMC], se hacía algunas veces un juego equívoco.
Realmente, la guerra estuvo mucho tiempo sin decidirse sobre el terreno. Los ejércitos no habían sido aún derrotados, los puntos vitales de la resistencia se conservaban.
En sus informes, después de subrayar la gravedad de la situación, sus peligros, el EMC proponía o reclamaba, conforme a la buena doctrina para la conducta de la guerra, las medidas de gobierno necesarias para vencer la dificultad: háganse tales cosas, y se salvarán tales peligros y se obtendrán tales ventajas.
Era el punto de vista técnico-militar, propio del EM. Pero no le incumbía saber ni resolver si, dada la situación interior y exterior, eran posibles las medidas aconsejadas para llegar a una decisión feliz.
Esto último era de la competencia del gobierno. Sin embargo, más de una vez, los informes del EMC sirvieron a los jusq'auboutistes para hacer callar a los pesimistas. El Estado Mayor —decían— asegura que se puede ganar la guerra.
Se omitía lo más importante: ¿estamos en condiciones de hacer lo que el EM cree necesario para ganarla?
Eso era todo el problema.
De sus proporciones puede formarse idea repasando el informe elevado por el EMC al ministro de Defensa, ya en noviembre de 1937.
«La guerra —dice el EMC— no puede ni debe perderse, ni pensar en ello aun en las situaciones más catastróficas. Prevenir éstas no es obrar con miedo, sino pensar en afrontarlas, pues en ello va la vida de todos, y, lo que es más importante, la salvación de España. »

Para hacer frente a la situación grave que podía derivarse de una probable ofensiva del enemigo, el EM recapitula las deficiencias más notables de la defensa y propone los remedios.

«La reserva general del transporte del ejército es solamente de trescientos camiones. »
Consigna una vez más el riesgo de que el ejército carezca del mínimo de camiones indispensable para su actuación.

«La industria de guerra, pese a todos los esfuerzos, ha sido hasta ahora impotente para subvenir al consumo normal de los frente. »
La creciente merma de los depósitos, imposibilita toda acción ofensiva, y reduce también las posibilidades defensivas, porque restringe el empleo de ciertas armas y unidades.

Análoga consideración podría hacerse acerca del armamento, pero el EM no insiste, porque
conoce las dificultades para su adquisición.
El problema más grave, a juicio del EM, es el de la retaguardia: los actos de sabotaje y de espionaje, la deslealtad de algunos funcionarios, la actividad de los simpatizantes con el enemigo, la escasez de víveres, incluso de pan, el precio de los artículos, la desorganización del trabajo, y la falta de equidad en la administración, conducen a desmoralizar la retaguardia.

«SÍ alguna lección cabe extraer de lo ocurrido en Asturias, Santander y Vizcaya... es la necesidad de provocar una verdadera armonía, un verdadero mando único, una efectiva seguridad en la retaguardia, un ambiente político, social y moral más sano. » Conceder satisfacciones morales a los combatientes, en forma de recompensas, prestar más atención a las necesidades materiales de las tropas, sobre todo al vestuario, exigir «una austeridad administrativa mucho mayor que la actual y una equidad verdadera en cuanto a calidad de las tropas y mandos, daría a todos, jefes y subordinados, una moral superior a la existente».
Por otra parte, «está en el ánimo de todos que en la retaguardia existen muchísimas personas que pertenecen a los reemplazos movilizados y que no se han incorporado a filas, ni prestan ningún servicio en relación con la guerra».
La información, como servicio auxiliar del mando, funciona mal. Tampoco existe «una propaganda exterior dirigida, ni una propaganda adecuada a los fines de guerra».

Es urgente reorganizar el comisariado, pues «mientras se mantenga como está, dependiendo exclusivamente del acierto de la gestión de algunas individualidades destacadas que actúan como excelentes comisarios, más que resultar beneficioso, el conjunto viene a ser perjudicial».

Después de examinar las consecuencias que tendrían el reconocimiento de la beligerancia y el cierre de la frontera francesa al restablecerse el control, el EM propone una serie de medidas, sumamente razonables.

Recordaré las más significativas: organizar ampliamente la industria nacional para las  necesidades de la guerra; importar las primeras materias indispensables para un año; montar la fabricación de un mínimo de armas y municiones; imponer la jornada intensiva de trabajo en la industria de guerra y militarizar al personal; proclamar el estado de guerra; reducir sueldos, nivelar jornales, no pagando más que al que trabaje; sanear la política de abastecimientos y de precios; proveer al país de los recursos necesarios para un año; «invocar el buen sentido de los partidos políticos y organizaciones sindicales, para que comprendiendo la gravedad de los momentos que se avecinan, abandonen toda actividad de tipo político o social».

Tal era la situación, descrita por el EMC, cuando en casi todos los problemas que toca se había ya dado, como él mismo proclama, «pasos de gigante».
El informe está suscrito, en unión de los jefes militares del EMC, por un miembro del gobierno de la República, el señor ministro de Estado, en su calidad de jefe del comisariado.
Lo cual autoriza a pensar que entre el juicio del gobierno acerca de la situación y el de los técnicos militares, no habría diferencias sustanciales.
En tales condiciones, procurar la paz, para que la suerte de la República y la de España no estuvieran pendientes del azar de las armas, no quería decir que se abandonase la resistencia.
Todo lo contrario: la única probabilidad de obtener una solución medianamente aceptable consistía en que la capacidad de resistencia fuese tan poderosa y duradera, que los enemigos y sus protectores hallasen también ventajoso poner término al conflicto por una negociación.

No se puede entrar en ningún trato en condiciones de igualdad, si no se tiene en la mano algo que dar. Sobre esta cuestión, hubo siempre una mala inteligencia de fondo entre las personas que creían necesaria una solución pacificadora, y una parte de los que dirigían la opinión pública.
Se afectaba creer que había la intención de entregar la República a sus enemigos, «en virtud de la cobardía de algunos republicanos, incapaces de comprender la hora grandiosa que estaba viviendo España».
Esta disposición era muy aguda entre los más recientes convertidos al fanatismo, o entre quienes, a favor de la guerra y sus trastornos, habían cambiado de fanatismo. El ardor de los neófitos es temible.
Una tarde de abril de 1938, cuando el ejército enemigo, recuperando Teruel, destruida nuestra organización defensiva en aquella zona, llegaba a la costa mediterránea y hundía nuestro frente de Aragón, una manifestación copiosa inundó las avenidas de Pedralbes, en Barcelona, y se agolpó ante las verjas de la presidencia de la República, donde estaba celebrándose consejo de ministros.
Se suponía que del consejo iba a salir un «arreglo» con Burgos.
Los manifestantes gritaban:
¡Mueran los republicanos traidores! ¡No queremos armisticio! ¡Resistir, resistir!».

Algunos ministros abandonaron el consejo, para calmar a los manifestantes y aconsejarles que se retirasen, como lo hicieron.
Un «arreglo», que ya no estaba en la mano de nadie conseguir, pactado entonces, habría sido recibido con entusiasmo por la inmensa mayoría del pueblo español.
Lo que aquella manifestación representaba, se habría desencadenado para despedazar a los autores del arreglo.
Los sucesos de Madrid, de marzo del 39, habrían ocurrido en Barcelona mucho antes, pero alterado el orden de los factores. No se habrían sublevado, como en Madrid, los partidarios de la paz, sino los partidarios de la guerra.
Ahora, a menos de un año de distancia, pienso con melancolía en la suerte de quienes formaron la manifestación de Pedralbes. Si lo que llamaban «traición» de los republicanos hubiese llegado a colmo, unos y otros estaríamos más contentos, y, sobre todo, nuestro país sería un poco menos infortunado.

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