X. LA MORAL DE LA
RETAGUARDIA Y LAS PROBABILIDADES DE PAZ
SÍ se confronta los
recursos militares de que disponía la República y los cada día más fuertes de
que iba proveyéndose el enemigo; si a la inferioridad constante de los medios
de resistencia, se añade el mal uso que en ocasiones se hacía de ellos y el
desperdicio de energías causado por la discordia y la insubordinación, es
asombroso que la guerra haya tardado treinta y tantos meses en decidirse sobre
el terreno.
Se ha de admitir como
parte de la explicación de ese fenómeno (la otra parte hay que adjudicársela a
los planes del enemigo y a los recursos de que dispusiera), que un esfuerzo
suplementario, un recargo en los sufrimientos de la población civil y de los
combatientes, estuvo supliendo, hasta cierto día, las deficiencias comprobadas.
Es un hecho innegable
que la voluntad de resistencia fue general, mientras las masas creyeron en la
eficacia de resistir para salvar la República.
Al abrigo de esa
esperanza, las privaciones más duras y las decepciones más amargas, se
soportaron con estoicismo. Era también evidente, y los hechos vinieron a corroborarlo, que en
perdiéndose la esperanza, nadie podría obtener, ni por la persuasión ni por la
violencia, un sacrificio más.
Esto es así, por las
condiciones actuales de la guerra, que no se hace únicamente con los ejércitos
en línea, sino con toda la retaguardia, de cuya moral se alimenta la del
soldado. Es necesario recordar, para levantarla a la altura de su mérito, la
abnegación de una gran masa, clase media y obreros, sacrificando, quién su
trabajo, quién su bienestar, todos la tranquilidad y la alegría, muchos la
vida.
De cuanto se ha visto
en el campo republicano, eso es lo más puro, lo intachable sin disputa. Que
unos sacripantes, altos o bajos, hayan realizado, por diversos estilos,
un sabotaje siniestro, esclarece la humilde virtud de los que han cumplido con
su deber.
Derrumbarse la República
les ha arrancado lágrimas de rabia; una rabia que no se dirigirá siempre contra
los vencedores.
Las sucesivas pérdidas
de territorio no bastaron, durante algún tiempo, para quebrantar la confianza.
Las causas verdaderas,
incurables, de aquellas adversidades, eran ignoradas por la gente común, y mal
apreciadas, cuando no desconocidas también, por muchos hombres políticos.
Siempre había preparada para ellas una explicación local, demostrativa
de que no afectaban al resultado último de la guerra.
Que Madrid no hubiese
caído, ni cayera, producía en la moral pública el efecto de una victoria
continuada, por más que desde marzo del 37 las operaciones en torno de la
capital estuvieran en un punto muerto.
« ¿Qué van ustedes a
hacer si se pierde Madrid?», le preguntaba yo a un ministro en esa fecha,
cuando se libraba la batalla del Jarama.
« ¡Reconquistarlo!», me respondió.
¿Espíritu espartano?.
No. Ignorancia de la
realidad de la guerra.
Antes de qué las ofensivas
del ejército republicano se estrellaran en Madrid (julio, 1937),
Aragón (agosto, 1937),
Teruel (enero, 1938), y de que se perdiera todo el norte, los descalabros
locales se recibían con buen ánimo, pensando que en cuanto el ejército
estuviese reorganizado y bien provisto de material, se empeñaría, por
iniciativa propia, la partida decisiva.
Tan robusto era el
optimismo que, al perderse Bilbao y todo el País Vasco, algunas personas muy
calificadas decían que de esa manera quedaba suprimido un problema político,
para el presente y para el futuro, ventaja que venía a compensar en cierto modo
el revés de las armas.
Los fracasos que acabo
de mencionar, dejaban poco margen a la confianza. En vísperas de la ofensiva de
Madrid, el ministro de Defensa me decía: «El resultado de estas operaciones va
a prejuzgar lo que será la guerra para nosotros.
Tenemos allí nuestro mejor ejército.
Se han llevado otras
tropas, toda la aviación y una masa de artillería. Si no logramos un resultado
importante, no tenemos ya nada que hacer».
La rudeza de aquellas
lecciones, melló profundamente la moral.
Las consignas
oficiales, cada vez más rigurosas, lo daban a conocer. Por otra parte, el
bloqueo se hacía sentir cruelmente. Madrid tenía hambre.
En otras comarcas,
como Valencia y Cataluña, donde solía haber de todo, empezaban a faltar las
cosas más necesarias. Peregrinar en busca de alimentos, vino a ser la ocupación
principal de las familias.
Los precios subieron
hasta diez o doce veces sobre el costo normal de los artículos. La tasa agravó
la escasez. Los vendedores escondían los géneros, y el público, disputándose a
fuerza de billetes lo poco que había, aceleraba el encarecimiento.
El papel moneda, por
su misma profusión, se depreciaba en el mercado interior. Solamente el pago de los
sueldos de la fuerza armada, requería una suma mensual que, grosso modo, puede
calcularse en unos cuatrocientos millones de pesetas. Su importancia relativa
se aprecia mejor teniendo presente que los gastos totales del Estado español,
en tiempo de paz, no llegaban, mensualmente, a tanto.
Hubiera bastado la
carestía para producir un malestar intolerable: quien encontraba una docena de huevos,
había de pagarla en treinta duros; un pollo, si algún campesino se decidía a
venderlo, cuarenta duros; una lechuga, cinco o seis pesetas; un par de zapatos
hechos, quinientas o seiscientas pesetas; unos zapatos a la medida, aportando
el cliente la suela, mil pesetas.
La escasez, el hambre,
eran el suplicio cotidiano, mucho más terrible que los bombardeos de aviación,
cuyo poder desmoralizante es pequeño, comparado con los estragos que causan.
Empeorando la
situación militar, forzosamente había de preguntarse la retaguardia si tales sacrificios
durarían mucho tiempo y, si al final, serían de alguna utilidad.
Esta angustia no
aparecía en las resoluciones, proclamas y otras muestras oficiales de la
opinión de los partidos, cortadas todas por un solo patrón; pero las mismas
personas que, siguiendo la corriente, o por otro respeto humano, aprobaban en
público la «guerra hasta el fin» (¿hasta el fin de qué?), confesaban en privado
su deseo de verla concluida cuanto antes y del modo menos/ malo posible.
En realidad, en el
campo republicano no se propuso nunca este dilema; resistencia o rendición.
La divergencia podía
ser entre guerra a todo trance o paz negociada.
Cuando el sordo
trabajo que minaba la opinión tuvo fuerza bastante para originar un problema
político y una crisis de gobierno (abril, 1938) las posiciones extremas eran:
resistir es vencer; la resistencia es la única política posible; o bien: la
guerra está perdida; aprovechemos la resistencia para concertar la paz.
No puede fallarse
honestamente sobre el valor de esas posiciones, si no se tiene presente dos
verdades axiomáticas, obtenidas por observación de la realidad: 1a: Del hecho
de la guerra, por su monstruoso desarrollo, y su impensada duración, únicamente
podían venirle a España males infinitos, sin compensación posible; 2a:
Practicándose la
no-intervención en la forma que conocíamos, la República no podía vencer en el
campo de batalla a sus enemigos.
Oyendo formular por
vez primera estas verdades, muchos se escandalizaban. ¡Lástima que los sucesos
hayan desmentido el escándalo!
La guerra, desde su
origen, carecía de justificación. Es normal que se exprima el ingenio y se
apuren los argumentos para justificarla.
Eso denota en algunas
personas la necesidad moral de ahuyentar las dudas y tal vez la conveniencia
política de salir al encuentro de una pregunta que el país no dejará de
hacerse: ¿por qué tanta desventura?
Aunque hubiesen sido
ciertos todos los males que se le cargaban a la República no hacía falta la
guerra. Era inútil para remediar aquellos males. Los agravaba todos,
añadiéndoles los que resultan de tanto destrozo.
Viéndose agredida, la
República tenía que defenderse. Ante un alzamiento militar, la obligación
estricta del Estado era resistirlo, y tratar de dominarlo.
Creo haber explicado
en el curso de estos artículos por qué no se logró.
Al convertirse el
movimiento en guerra campal, y al desatarse aquel furor que, en la
contemplación de sus obras, se embravecía más, fueron comprometiéndose en la
guerra muchas más cosas de las que pensaban comprometer o arriesgar sus
promotores.
No previeron lo que
encerraba su germen. Iban a perderse los más preciados valores del patrimonio
nacional. Vidas y bienes, para siempre.
Hábitos de trabajo,
independencia del espíritu, captado por todos los fanatismos.
Se ganarían odios
incurables y la lesión moral recibida por las generaciones más jóvenes. En
España, a ambos lados de las trincheras, y en el extranjero, se hacían cabalas
sobre quién ganaría la guerra.
En realidad, la guerra
no la han perdido sólo la República y sus defensores.
La han perdido todos
los españoles.
Contemplar la magnitud
de la catástrofe, traía aparejado el afán de poner término a la guerra.
Pero quien, amarrado a
un deber muy estrecho, quería restaurar la paz y conservar la República, hacer
de la una la condición de la otra, estaba seguro de navegar contra la
corriente.
Convencerse de que la
República, aherrojada por la no-intervención, no podría derrotar militarmente a
sus enemigos, estuvo, de primera intención, al alcance de pocos. Desde
septiembre del 36, los datos del problema no variaron sustancialmente, pero su lento
desarrollo en el tiempo y sobre el terreno dejaban amplio margen a la esperanza
de que podrían modificarse, o a la ilusión de que no eran tan rigurosos como se
había supuesto.
Extraer de los datos
conocidos la consecuencia fatal, merecía casi siempre esta respuesta: «Si las
cosas continuaran así, no habría remedio. Pero hay motivos para esperar un
cambio.
Mussolini y Hitler no
harán siempre lo que se les antoje.
No todo cabe en la
lógica.
Hay los
imponderables».
En la opinión popular,
más emocional que analítica —y la opinión de esa calidad llegaba muy alto—
alentaba la conmovedora seguridad de que un derecho tan claro, un sacrificio
tan fuerte, la voluntad de no someterse a la dictadura, tendrían su recompensa.
Por obra de esta
disposición, las adversidades de la guerra parecían más graves cuando la
imaginación las temía que cuando la realidad las imponía. Así, el hecho
desastroso, que debía poner límite a las esperanzas y demostrar que la guerra
estaba perdida, se iba poniendo, también con la imaginación, cada vez más
lejos.
En julio del 37,
recibí en Valencia a unos diputados comunistas.
Como les hablase de la
probabilidad de que llegase el enemigo al Mediterráneo, quedando cortadas las
comunicaciones con Cataluña, uno de los presentes, de mucha cuenta en su
partido, exclamó: «Esperemos que no ocurra eso, porque si ocurriese la guerra
estaría perdida, y no habría más que pensar en salvar lo que se pudiese de la
República».
Ocurrió el suceso en
abril del 38, y ¡en qué condiciones!
Mis visitantes de
Valencia continuaron siendo acérrimos partidarios de proseguir la guerra.
El ejemplo no es
exclusivo.
Puedo aplicarlo a
otros grupos y personas, muy lejanos del comunismo.
¿Cuál era en todo esto
la opinión de los militares profesionales?.
Con los dictámenes y
propuestas elevados al gobierno por el Estado Mayor Central [EMC], se hacía
algunas veces un juego equívoco.
Realmente, la guerra
estuvo mucho tiempo sin decidirse sobre el terreno. Los ejércitos no habían
sido aún derrotados, los puntos vitales de la resistencia se conservaban.
En sus informes, después
de subrayar la gravedad de la situación, sus peligros, el EMC proponía o
reclamaba, conforme a la buena doctrina para la conducta de la guerra, las
medidas de gobierno necesarias para vencer la dificultad: háganse tales cosas,
y se salvarán tales peligros y se obtendrán tales ventajas.
Era el punto de vista
técnico-militar, propio del EM. Pero no le incumbía saber ni resolver si, dada
la situación interior y exterior, eran posibles las medidas aconsejadas para
llegar a una decisión feliz.
Esto último era de la
competencia del gobierno. Sin embargo, más de una vez, los informes del EMC
sirvieron a los jusq'auboutistes para hacer callar a los pesimistas. El
Estado Mayor —decían— asegura que se puede ganar la guerra.
Se omitía lo más importante:
¿estamos en condiciones de hacer lo que el EM cree necesario para ganarla?
Eso era todo el
problema.
De sus proporciones
puede formarse idea repasando el informe elevado por el EMC al ministro de
Defensa, ya en noviembre de 1937.
«La guerra —dice el
EMC— no puede ni debe perderse, ni pensar en ello aun en las situaciones más
catastróficas. Prevenir éstas no es obrar con miedo, sino pensar en
afrontarlas, pues en ello va la vida de todos, y, lo que es más importante, la
salvación de España. »
Para hacer frente a la
situación grave que podía derivarse de una probable ofensiva del enemigo, el EM
recapitula las deficiencias más notables de la defensa y propone los remedios.
«La reserva general
del transporte del ejército es solamente de trescientos camiones. »
Consigna una vez más
el riesgo de que el ejército carezca del mínimo de camiones indispensable para su
actuación.
«La industria de
guerra, pese a todos los esfuerzos, ha sido hasta ahora impotente para subvenir
al consumo normal de los frente. »
La creciente merma de
los depósitos, imposibilita toda acción ofensiva, y reduce también las
posibilidades defensivas, porque restringe el empleo de ciertas armas y
unidades.
Análoga consideración podría
hacerse acerca del armamento, pero el EM no insiste, porque
conoce las
dificultades para su adquisición.
El problema más grave,
a juicio del EM, es el de la retaguardia: los actos de sabotaje y de espionaje,
la deslealtad de algunos funcionarios, la actividad de los simpatizantes con el
enemigo, la escasez de víveres, incluso de pan, el precio de los artículos, la
desorganización del trabajo, y la falta de equidad en la administración,
conducen a desmoralizar la retaguardia.
«SÍ alguna lección
cabe extraer de lo ocurrido en Asturias, Santander y Vizcaya... es la necesidad
de provocar una verdadera armonía, un verdadero mando único, una efectiva
seguridad en la retaguardia, un ambiente político, social y moral más sano. »
Conceder satisfacciones morales a los combatientes, en forma de recompensas,
prestar más atención a las necesidades materiales de las tropas, sobre todo al vestuario,
exigir «una austeridad administrativa mucho mayor que la actual y una equidad
verdadera en cuanto a calidad de las tropas y mandos, daría a todos, jefes y
subordinados, una moral superior a la existente».
Por otra parte, «está
en el ánimo de todos que en la retaguardia existen muchísimas personas que
pertenecen a los reemplazos movilizados y que no se han incorporado a filas, ni
prestan ningún servicio en relación con la guerra».
La información, como servicio
auxiliar del mando, funciona mal. Tampoco existe «una propaganda exterior dirigida,
ni una propaganda adecuada a los fines de guerra».
Es urgente reorganizar
el comisariado, pues «mientras se mantenga como está, dependiendo
exclusivamente del acierto de la gestión de algunas individualidades destacadas
que actúan como excelentes comisarios, más que resultar beneficioso, el
conjunto viene a ser perjudicial».
Después de examinar
las consecuencias que tendrían el reconocimiento de la beligerancia y el cierre
de la frontera francesa al restablecerse el control, el EM propone una serie de
medidas, sumamente razonables.
Recordaré las más
significativas: organizar ampliamente la industria nacional para las necesidades de la guerra; importar las
primeras materias indispensables para un año; montar la fabricación de un
mínimo de armas y municiones; imponer la jornada intensiva de trabajo en la
industria de guerra y militarizar al personal; proclamar el estado de guerra;
reducir sueldos, nivelar jornales, no pagando más que al que trabaje; sanear la
política de abastecimientos y de precios; proveer al país de los recursos
necesarios para un año; «invocar el buen sentido de los partidos políticos y
organizaciones sindicales, para que comprendiendo la gravedad de los momentos
que se avecinan, abandonen toda actividad de tipo político o social».
Tal era la situación,
descrita por el EMC, cuando en casi todos los problemas que toca se había ya
dado, como él mismo proclama, «pasos de gigante».
El informe está
suscrito, en unión de los jefes militares del EMC, por un miembro del gobierno
de la República, el señor ministro de Estado, en su calidad de jefe del
comisariado.
Lo cual autoriza a
pensar que entre el juicio del gobierno acerca de la situación y el de los
técnicos militares, no habría diferencias sustanciales.
En tales condiciones,
procurar la paz, para que la suerte de la República y la de España no
estuvieran pendientes del azar de las armas, no quería decir que se abandonase
la resistencia.
Todo lo contrario: la
única probabilidad de obtener una solución medianamente aceptable consistía en
que la capacidad de resistencia fuese tan poderosa y duradera, que los enemigos
y sus protectores hallasen también ventajoso poner término al conflicto por una
negociación.
No se puede entrar en
ningún trato en condiciones de igualdad, si no se tiene en la mano algo que
dar. Sobre esta cuestión, hubo siempre una mala inteligencia de fondo entre las
personas que creían necesaria una solución pacificadora, y una parte de los que
dirigían la opinión pública.
Se afectaba creer que
había la intención de entregar la República a sus enemigos, «en virtud de la
cobardía de algunos republicanos, incapaces de comprender la hora
grandiosa que estaba viviendo España».
Esta disposición era
muy aguda entre los más recientes convertidos al fanatismo, o entre quienes, a
favor de la guerra y sus trastornos, habían cambiado de fanatismo. El ardor de
los neófitos es temible.
Una tarde de abril de
1938, cuando el ejército enemigo, recuperando Teruel, destruida nuestra
organización defensiva en aquella zona, llegaba a la costa mediterránea y
hundía nuestro frente de Aragón, una manifestación copiosa inundó las avenidas
de Pedralbes, en Barcelona, y se agolpó ante las verjas de la presidencia de la
República, donde estaba celebrándose consejo de ministros.
Se suponía que del consejo
iba a salir un «arreglo» con Burgos.
Los manifestantes
gritaban:
¡Mueran los
republicanos traidores! ¡No queremos armisticio! ¡Resistir, resistir!».
Algunos ministros
abandonaron el consejo, para calmar a los manifestantes y aconsejarles que se
retirasen, como lo hicieron.
Un «arreglo», que ya
no estaba en la mano de nadie conseguir, pactado entonces, habría sido recibido
con entusiasmo por la inmensa mayoría del pueblo español.
Lo que aquella
manifestación representaba, se habría desencadenado para despedazar a los
autores del arreglo.
Los sucesos de Madrid,
de marzo del 39, habrían ocurrido en Barcelona mucho antes, pero alterado el
orden de los factores. No se habrían sublevado, como en Madrid, los partidarios
de la paz, sino los partidarios de la guerra.
Ahora, a menos de un
año de distancia, pienso con melancolía en la suerte de quienes formaron la
manifestación de Pedralbes. Si lo que llamaban «traición» de los republicanos
hubiese llegado a colmo, unos y otros estaríamos más contentos, y, sobre todo, nuestro
país sería un poco menos infortunado.
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