domingo, 30 de diciembre de 2012

V. EL NUEVO EJÉRCITO DE LA REPÚBLICA



V. EL NUEVO EJÉRCITO DE LA REPÚBLICA
Al siguiente día del alzamiento militar, el gobierno republicano se encontró en esta situación: por un lado, tenía que hacer frente al movimiento que desde las capitales y provincias ocupadas (el noroeste y el centro de la península y buena parte de Andalucía) tomaba la ofensiva contra Madrid; y por otro, a la insurrección de las masas proletarias, que sin atacar directamente al gobierno, no le obedecían.
Para combatir al fascismo, querían hacer una revolución sindical. La amenaza más fuerte era sin duda el alzamiento militar, pero su fuerza principal venía, por el momento, de que las masas desmandadas dejaban inerme al gobierno frente a los enemigos de la República.
Reducir aquellas masas a la disciplina, hacerlas entrar en una organización militar del  Estado, con mandos dependientes del gobierno, para sostener la guerra conforme a los planes de un Estado Mayor, ha constituido el problema capital de la República.
En el curso de la campaña se han logrado, merced al esfuerzo de algunos hombres de mérito y a las rudas lecciones de la experiencia, grandes progresos en plinto a organización y  disciplina, pero los hechos han probado que el problema no se había resuelto satisfactoriamente y a fondo.
El gobierno desligó de la obediencia a sus jefes a todos los soldados, pensando dejar sin tropas a los directores del movimiento. Este decreto, naturalmente, no fue obedecido en las ciudades ya dominadas por los militares, pero sí en las importantes plazas en poder del gobierno (Madrid, Barcelona, Cartagena, Valencia, etcétera).
Los soldados abandonaron los cuarteles y casi todos se marcharon a sus casas. Bastantes se sumaron a las columnas de voluntarios que, con jefes improvisados y con escasos medios, iban a combatir en los frentes. Las pocas unidades que pudieron ser retenidas en los cuarteles, eran casi inútiles. La rebelión había relajado en todas partes la disciplina.
Los oficiales profesionales eran sospechosos, y la tropa, formada en su mayoría por proletarios, se inclinaba a escuchar las consignas de sus sindicatos y de sus partidos, con preferencia a las de sus jefes. En Madrid, cuya guarnición era de trece regimientos, costó trabajo organizar en los primeros días cuatro o seis compañías de Infantería y un batallón de Ingenieros, para enviarlos a la sierra.
El gobierno republicano dio armas al pueblo para defender los accesos a la capital. Se repartieron algunos miles de fusiles. Pero en Madrid mismo, y sobre todo en Barcelona, Valencia y otros puntos, las masas asaltaron los cuarteles y se llevaron las armas. En Barcelona ocuparon todos los establecimientos militares.
El material, ya escaso, desapareció. Quemaron los registros de movilización, quemaron las monturas. En Valencia, los caballos de un regimiento de Caballería fueron vendidos a los gitanos a razón de cinco o diez pesetas cada caballo.
Al comienzo de una guerra que se anunciaba terrible, las masas alucinadas destruían los últimos restos de la máquina militar, que iba a hacer tanta falta.
Estos hechos, y otros no menos deplorables, procedían de las siguientes causas: pocas personas medían la importancia del alzamiento y la gravedad de la situación.
Muchos la recibían como una coyuntura favorable. Aún no se había convertido en guerra campal, y creyendo ciegamente en su inmediato término, pensaban que debía aprovecharse para liquidar de una vez todas las cuestiones políticas pendientes en España desde muchos años atrás, entre ellas, la cuestión del ejército.
Hacían esta cuenta: puesto que los militares se han sublevado, no más ejército en España, no más organización militar. El espíritu revolucionario de ciertos grupos sociales, ante el Estado impotente, creyó llegada su hora, y aunque no se apoderó del mando, a fuerza de indisciplina lo paralizó.
El gobierno decretó el alistamiento de veinte batallones de voluntarios, con una organización militar adecuada. Para estimular la recluta, asignó a cada soldado diez pesetas diarias, paga cinco veces mayor que la concedida habitualmente a la tropa en España.
Esta determinación fijó para toda la campaña el nivel de los sueldos para los combatientes, y cuando el ejército de la República se acercaba al millón de hombres, representó para el Tesoro público una carga exorbitante.
Era casi imposible encontrar material y mandos para los veinte batallones. Su alistamiento y otras medidas del gobierno encaminadas a formar un ejército regular, eran mal recibidas por los sindicatos y por algunos partidos obreros.
En uno de sus periódicos se hizo campaña contra el propósito de organizar un ejército, que sería «el ejército de la contrarrevolución». Millares y millares de combatientes voluntarios prefirieron alistarse en las milicias populares, organizadas espontáneamente por los sindicatos y los partidos.
Hubo batallones y brigadas republicanos, socialistas, comunistas, de la. CNT, de la UGT, de la FAI, etcétera, e incluso unidades formadas por obreros de un mismo oficio.
Sin conexión entre unas y otras, sin jefes superiores comunes, sin plan, acudiendo cada una a la guerra alegremente, con mandos improvisados por los mismos milicianos, y con objetivos políticos y estratégicos de su propia invención.
Nadie estaba sujeto a la disciplina militar. En la composición de las milicias entraron obreros y burgueses, intelectuales y empleados, militares, profesionales, y periodistas, y algunas mujeres.
No había fusiles para todos. Nunca los ha habido, ni a los dos años de guerra.
Los 70.000 o más fusiles repartidos en Madrid, en julio del 36, desaparecieron pronto.
Muy pocas ametralladoras.
Algunas piezas de artillería de campaña.
En el verano del 36 no había en todo el frente de Madrid más de doce baterías.
Municiones, escasísimas. La fábrica de Murcia y la de Toledo producían menos de una tonelada de pólvora y de trescientos mil cartuchos de fusil cada veinticuatro horas.
Con eso había que abastecer a los combatientes de Madrid, de ndalucía, de Aragón y del norte.
En cierta ocasión, todas las existencias de que pudo disponer el ministerio de la Guerra alcanzaban a doce cajas de cartuchos.
Las columnas se disputaban las municiones.
De Oviedo, de Barcelona, de Córdoba, llegaban clamores desesperados. Irún se perdió (iniciándose con ello la caída de todo el norte) por falta de municiones, estando detenidos en la frontera francesa, a consecuencia de la no-intervención, unos vagones de cartuchos.
De artillería pesada y antiaérea, carros de combate, morteros, etcétera, y el innumerable material móvil que pide un  ejército moderno, nada.
Hasta septiembre del 36, no llegó la primera expedición de material: 17. 000 fusiles que habían cruzado el Atlántico.
El entonces ministro de la Guerra, señor Largo Caballero, se encargó de repartirlos personalmente, para que no se malgastara tal tesoro. Pocos días después se había agotado.
Los milicianos fugitivos los perdieron casi todos en los desastres de Talavera.
El ministerio de la Guerra se esforzaba en poner -orden en tanta confusión. Aceptaba las unidades de milicianos, procuraba armarlas, les daba algún mando profesional (cuando querían aceptarlo) y les asignaba misiones tácticas o estratégicas, según las necesidades más urgentes. Las cumplían o no, según fuese el humor de la tropa, las veleidades de los mandos subalternos o las consignas de, las organizaciones políticas.
Los estados de situación de fuerzas que redactaba todos los días el ministerio de la Guerra, de los que conservo algún ejemplar, muestran la inverosímil heterogeneidad de aquel ejército y la desigual composición, en número y calidad, de sus unidades.
A lo largo de las posiciones al norte y al oeste de Madrid, aparecen desplegados: dos compañías del antiguo ejército, una milicia local, un batallón de aviación, 200 guardias civiles, un batallón de guardias de seguridad (policía), una milicia de la CNT, un batallón republicano, medio batallón de Ingenieros; la milicia de la FAI. Por lo menos, el jefe de cada sector del frente era un oficial profesional, designado por el ministerio de la Guerra.
Había otros en los mandos subalternos.
Un coronel de Estado Mayor organizó la defensa del Guadarrama, que ha subsistido hasta el final de la guerra.
Un general de Ingenieros mandó durante algún tiempo en Somosierra.
Todos estaban en situación difícil. Su autoridad no siempre era acatada. Tenían que convencer a sus subordinados para que cumpliesen las órdenes. Y tener mucho cuidado para no incurrir en sospecha de deslealtad.
Si la tropa se desbandaba, o desobedecía, o cumplía mal alguna orden, el jefe no podía ser riguroso con ella.
Sobre la arbitrariedad de las decisiones que las unidades de milicianos tomaban por su cuenta, las anécdotas serían inacabables.
Una brigada de la FAI abandonó tranquilamente, por enojos con el jefe del sector, los embalses de agua que abastecían a la capital. Por suerte, el enemigo no se enteró.
Una columna de voluntarios valencianos, destinada a la sierra, se desbandó al primer choque. Sus jefes alegaron que no querían ni sabían combatir más que en terreno llano.
En una operación cerca de Talavera, los milicianos se negaron a emprender la marcha si la artillería no iba delante, abriéndoles camino.
En condiciones tales se mantuvo la defensa de los frentes de Madrid, entre los 50 y los 90 kilómetros de distancia del casco de la capital, hasta octubre o noviembre del 36.
En iguales o peores condiciones, estuvieron estabilizados los otros frentes.
¿Cómo fue posible?
Evidentemente, los enemigos no tenían aún ni grandes masas ni grandes medios ofensivos. Con las tropas sacadas de Marruecos formaron la única fuerza de choque que por entonces vimos en movimiento: la columna procedente de Andalucía, que en octubre llegó por el suroeste a los arrabales de Madrid.
No obstante, es manifiesto que los intentos de entrar a viva fuerza en Madrid aquel verano se frustraron, a pesar del desbarajuste de la defensa. A todo suplió el entusiasmo de los combatientes, tropas voluntarias, poseídas de un espíritu político exaltado hasta el paroxismo, seguras de la victoria.
Hay que remontarse a lo que se cuenta de los voluntarios de la República francesa en 1792, para encontrar una masa de soldados tan enardecida por una idea. No sabían manejar el arma, no sabían combatir, la disciplina militar les parecía cosa anticuada e insoportable, los mandos inferiores no existían.
A fuerza de arrojo, de buena voluntad, muchas veces de heroísmo, hicieron cosas utilísimas para la defensa, y como no había otras mejor pensadas y ejecutadas, eran insustituibles.
Contuvieron el ataque en la sierra. Despejaron los contornos de Madrid, llegando por la línea de Aragón hasta Sigüenza. Restablecieron la comunicación con el Mediterráneo, recuperando Albacete, que era vital para Madrid. Llegaron a Badajoz y durante algunos días hubo comunicación con el Atlántico, por Huelva. Llegaron a las puertas de Córdoba.
Ahí se acabó su poder ofensivo, porque el entusiasmo y la improvisación, creciente el poder del enemigo, no daban más de sí.
Cuando se advirtió que la victoria no era fácil ni estaba próxima; cuando el ataque sobre Madrid se pronunció gravemente; cuando la no-intervención privó al gobierno de poder comprar material a la industria extranjera; cuando los más optimistas se convencieron de que la guerra sería por lo menos larga y costosa, las medidas del gobierno para reorganizar un ejército regular se impusieron.
Empezó por decretar que todos los milicianos quedaban sometidos a la disciplina militar.
Como los milicianos se habían alistado en otras condiciones, el gobierno creyó bueno permitir que abandonasen el servicio los que no estuvieran conformes con la reforma.
Algunos millares se marcharon, en efecto.
Costaba trabajo introducir la severidad de costumbres propia de un ejército en campaña. En los campamentos de primera línea, los milicianos no se privaban de ningún placer. Muchos se volvían a dormir en Madrid. No faltaban casos en que el buen madrileño salía a campaña temprano, dejaba a su mujer en un acantonamiento o en medio del campo, preparándole la comida, y después de disparar unos tiros en la trinchera, se volvía pacíficamente a su casa.
Quien no conozca el carácter del pueblo de Madrid, su buen humor, su descuido, su propensión a divertirse con todo, tendrá el hecho por increíble. Pero es cierto.
En la formación del nuevo ejército ponían mano algunos políticos que dos meses antes combatieron las primeras medidas del gobierno republicano encaminadas a ese fin.
Véase ahora hasta qué punto, en el curso de la guerra, los términos del problema permanecieron invariables y en qué se modificaron, fuese en favor, fuese en contra de la eficacia militar del ejército de la República.
En 1936, masas de milicianos voluntarios, no demasiado numerosas, sin instrucción, sin disciplina, sin cuadros, sin material, pero con espíritu levantado por el entusiasmo político, creyentes en la victoria. Dos años más tarde: un millón de hombres agrupados en ejércitos, cuerpos de ejército, divisiones, brigadas, etcétera, con todo el aparato técnico de organización apetecible, restablecida la disciplina, la uniformidad, la jerarquía.
Un Estado Mayor Central y algunos mandos superiores muy capaces para dirigir las operaciones, Mandos intermedios e inferiores improvisados, sin experiencia, sin conocimientos, sin espíritu de iniciativa. Estados Mayores de ejército y de división reducidos al mínimo, por falta de personal.
El material, enormemente aumentado con respecto al año 36, si se comparan las cifras absolutas, pero en proporción al del enemigo, la inferioridad del ejército republicano era todavía mayor que en los primeros meses de la guerra.
Durante la última campaña de Cataluña, la aviación del enemigo era seis o siete veces más numerosa que la republicana. La artillería, diez veces superior en cuanto al número; respecto de calibres y alcances, faltan incluso los términos de comparación, porque los republicanos nunca han tenido una artillería pesada como la del enemigo.
Escasez de transportes. Una ofensiva en Extremadura hubo de pararse por falta de camiones.
Escasez de municiones. Durante la última ofensiva, algunas unidades de artillería recibieron día por día lo necesario para un consumo tasado y más de una vez cesaron el fuego por falta de proyectiles. Escasez de armamento.
En otoño del 38, se me dijo por quien debía saberlo que faltaban 400. 000 fusiles.
En fin, el servicio militar forzoso, y últimamente la movilización en masa, metió en las filas una muchedumbre de gente fatigada o desafecta, que en 48 horas pasaba del taller o la oficina a las trincheras, sin ninguna instrucción y pocas ganas de batirse.
En el curso de los años 37 y 38, el ejército, mejorando su organización y en lucha con esas dificultades internas, además de luchar con un enemigo cada día más potente, dio muestras muy brillantes de eficacia y valor. Por ejemplo, en las batallas del Jarama (marzo, 1937), las más encarnizadas hasta esa fecha de toda la campaña, en las que se contuvo la última gran ofensiva sobre Madrid.
En las operaciones sobre Teruel, en plena montaña, bajo tempestades de nieve, con temperaturas de veinte grados bajo cero.
En el Paso del Ebro, operación audacísima y peligrosa, que salvó a Valencia e hizo concebir esperanzas, reducidas luego a retrasar unos meses la conclusión fatal de la guerra. Pero las mismas tropas que cumplían esas proezas y aguantaban privaciones que solamente la férrea dureza del español es capaz de soportar, abandonaban de pronto el combate y las posiciones, se desbandaban, sin aparente motivo.
Tomado Teruel en diciembre de 1937, la noche última del año las tropas que ocupaban la ciudad huyeron, sin saber por qué, hasta nueve kilómetros a retaguardia, cuando menos.
El hecho se ha repetido muchas veces.
También el inverso. O sea, que tropas desbandadas, y al parecer sin moral, eran recogidas, puestas en línea, y volvían a batirse bien. La raíz del mal era la falta de cuadros de mando.
El gobierno los fabricaba en serie porque la guerra consumía muchos. La celeridad en formarlos cedía en menoscabo de la calidad. No por falta de valor sino de preparación. En ese aspecto, el ejército era una masa sin esqueleto.
El resultado tenía que ser desastroso.
De las primeras milicias se destacaron algunos caudillos o jefes, que ellas mismas se dieron, muy populares.
Amalgamar estos mandos con los antiguos oficiales profesionales era un problema que no siempre se ha resuelto bien.
Sobre los oficiales profesionales pesaba en los primeros tiempos la desconfianza suscitada por la conducta de sus compañeros. El motivo principal de que bastantes oficiales del antiguo ejército se afiliaran en un sindicato (sin ser sindicalistas), o en el comunismo (sin ser comunistas), era el de buscar protección contra postergaciones injustas.
Según la influencia que han tenido en los gobiernos las sindicales o el partido comunista, así ha crecido o menguado la afiliación de los militares en esas organizaciones.
El primitivo impulso político que llevaba a todos a combatir, se convirtió
en espíritu partidista.
Cada partido, y las dos sindicales, protegieron, enfrente de los demás, a sus jefes y oficiales adictos. En general, los profesionales eran los menos favorecidos.
Tenían preferencia los procedentes de las milicias y los de nueva creación. Sobre todo los que se habían encaramado a los primeros puestos. Es innegable que los más de ellos han hecho lo que sabían y podían. Pero desde el punto de vista militar, el problema consistía en saber lo que podrían y sabrían hacer.
La realidad ha desmentido ciertas hipótesis fundadas únicamente en la popularidad. El arrojo personal, o ciertas dotes de mando, no bastan para ponerse al frente, de una gran unidad o de un ejército en campaña.
En las últimas semanas de la guerra, uno de esos caudillos le decía a un general, procedente del antiguo ejército: «Ustedes los militares de carrera tienen la superstición del terreno. Pero en la guerra el terreno no tiene ninguna importancia». Esta mentalidad no se rescata con nada y menos aún con la sangre de la tropa derramada en balde.

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