V.
EL NUEVO EJÉRCITO DE LA REPÚBLICA
Al siguiente día del
alzamiento militar, el gobierno republicano se encontró en esta situación: por
un lado, tenía que hacer frente al movimiento que desde las capitales y
provincias ocupadas (el noroeste y el centro de la península y buena parte de
Andalucía) tomaba la ofensiva contra Madrid; y por otro, a la insurrección de
las masas proletarias, que sin atacar directamente al gobierno, no le
obedecían.
Para combatir al fascismo,
querían hacer una revolución sindical. La amenaza más fuerte era sin duda el
alzamiento militar, pero su fuerza principal venía, por el momento, de que las
masas desmandadas dejaban inerme al gobierno frente a los enemigos de la
República.
Reducir aquellas masas a la
disciplina, hacerlas entrar en una organización militar del Estado, con mandos dependientes del gobierno,
para sostener la guerra conforme a los planes de un Estado Mayor, ha
constituido el problema capital de la República.
En el curso de la campaña se
han logrado, merced al esfuerzo de algunos hombres de mérito y a las rudas
lecciones de la experiencia, grandes progresos en plinto a organización y disciplina, pero los hechos han probado que
el problema no se había resuelto satisfactoriamente y a fondo.
El gobierno desligó de la
obediencia a sus jefes a todos los soldados, pensando dejar sin tropas a los
directores del movimiento. Este decreto, naturalmente, no fue obedecido en las
ciudades ya dominadas por los militares, pero sí en las importantes plazas en
poder del gobierno (Madrid, Barcelona, Cartagena, Valencia, etcétera).
Los soldados abandonaron los
cuarteles y casi todos se marcharon a sus casas. Bastantes se sumaron a las
columnas de voluntarios que, con jefes improvisados y con escasos medios, iban
a combatir en los frentes. Las pocas unidades que pudieron ser retenidas en los
cuarteles, eran casi inútiles. La rebelión había relajado en todas partes la
disciplina.
Los oficiales profesionales
eran sospechosos, y la tropa, formada en su mayoría por proletarios, se
inclinaba a escuchar las consignas de sus sindicatos y de sus partidos, con
preferencia a las de sus jefes. En Madrid, cuya guarnición era de trece
regimientos, costó trabajo organizar en los primeros días cuatro o seis
compañías de Infantería y un batallón de Ingenieros, para enviarlos a la
sierra.
El gobierno republicano dio
armas al pueblo para defender los accesos a la capital. Se repartieron algunos
miles de fusiles. Pero en Madrid mismo, y sobre todo en Barcelona, Valencia y
otros puntos, las masas asaltaron los cuarteles y se llevaron las armas. En
Barcelona ocuparon todos los establecimientos militares.
El material, ya escaso,
desapareció. Quemaron los registros de movilización, quemaron las monturas. En
Valencia, los caballos de un regimiento de Caballería fueron vendidos a los
gitanos a razón de cinco o diez pesetas cada caballo.
Al comienzo de una guerra
que se anunciaba terrible, las masas alucinadas destruían los últimos restos de
la máquina militar, que iba a hacer tanta falta.
Estos hechos, y otros no
menos deplorables, procedían de las siguientes causas: pocas personas medían la
importancia del alzamiento y la gravedad de la situación.
Muchos la recibían como una
coyuntura favorable. Aún no se había convertido en guerra campal, y creyendo
ciegamente en su inmediato término, pensaban que debía aprovecharse para
liquidar de una vez todas las cuestiones políticas pendientes en España desde
muchos años atrás, entre ellas, la cuestión del ejército.
Hacían esta cuenta: puesto
que los militares se han sublevado, no más ejército en España, no más organización
militar. El espíritu revolucionario de ciertos grupos sociales, ante el Estado
impotente, creyó llegada su hora, y aunque no se apoderó del mando, a fuerza de
indisciplina lo paralizó.
El gobierno decretó el
alistamiento de veinte batallones de voluntarios, con una organización militar
adecuada. Para estimular la recluta, asignó a cada soldado diez pesetas
diarias, paga cinco veces mayor que la concedida habitualmente a la tropa en
España.
Esta determinación fijó para
toda la campaña el nivel de los sueldos para los combatientes, y cuando el
ejército de la República se acercaba al millón de hombres, representó para el
Tesoro público una carga exorbitante.
Era casi imposible encontrar
material y mandos para los veinte batallones. Su alistamiento y otras medidas
del gobierno encaminadas a formar un ejército regular, eran mal recibidas por
los sindicatos y por algunos partidos obreros.
En uno de sus periódicos se
hizo campaña contra el propósito de organizar un ejército, que sería «el
ejército de la contrarrevolución». Millares y millares de combatientes
voluntarios prefirieron alistarse en las milicias populares, organizadas espontáneamente
por los sindicatos y los partidos.
Hubo batallones y brigadas
republicanos, socialistas, comunistas, de la. CNT, de la UGT, de la FAI,
etcétera, e incluso unidades formadas por obreros de un mismo oficio.
Sin conexión entre unas y
otras, sin jefes superiores comunes, sin plan, acudiendo cada una a la guerra
alegremente, con mandos improvisados por los mismos milicianos, y con objetivos
políticos y estratégicos de su propia invención.
Nadie estaba sujeto a la disciplina
militar. En la composición de las milicias entraron obreros y burgueses,
intelectuales y empleados, militares, profesionales, y periodistas, y algunas
mujeres.
No había fusiles para todos.
Nunca los ha habido, ni a los dos años de guerra.
Los 70.000 o más fusiles repartidos
en Madrid, en julio del 36, desaparecieron pronto.
Muy pocas ametralladoras.
Algunas piezas de artillería
de campaña.
En el verano del 36 no había
en todo el frente de Madrid más de doce baterías.
Municiones, escasísimas. La
fábrica de Murcia y la de Toledo producían menos de una tonelada de pólvora y
de trescientos mil cartuchos de fusil cada veinticuatro horas.
Con eso había que abastecer
a los combatientes de Madrid, de ndalucía, de Aragón y del norte.
En cierta ocasión, todas las
existencias de que pudo disponer el ministerio de la Guerra alcanzaban a doce
cajas de cartuchos.
Las columnas se disputaban
las municiones.
De Oviedo, de Barcelona, de
Córdoba, llegaban clamores desesperados. Irún se perdió (iniciándose con ello
la caída de todo el norte) por falta de municiones, estando detenidos en la frontera
francesa, a consecuencia de la no-intervención, unos vagones de cartuchos.
De artillería pesada y
antiaérea, carros de combate, morteros, etcétera, y el innumerable material
móvil que pide un ejército moderno,
nada.
Hasta septiembre del 36, no
llegó la primera expedición de material: 17. 000 fusiles que habían cruzado el
Atlántico.
El entonces ministro de la
Guerra, señor Largo Caballero, se encargó de repartirlos personalmente, para
que no se malgastara tal tesoro. Pocos días después se había agotado.
Los milicianos fugitivos los
perdieron casi todos en los desastres de Talavera.
El ministerio de la Guerra
se esforzaba en poner -orden en tanta confusión. Aceptaba las unidades de
milicianos, procuraba armarlas, les daba algún mando profesional (cuando
querían aceptarlo) y les asignaba misiones tácticas o estratégicas, según las
necesidades más urgentes. Las cumplían o no, según fuese el humor de la tropa,
las veleidades de los mandos subalternos o las consignas de, las organizaciones
políticas.
Los estados de situación de
fuerzas que redactaba todos los días el ministerio de la Guerra, de los que
conservo algún ejemplar, muestran la inverosímil heterogeneidad de aquel
ejército y la desigual composición, en número y calidad, de sus unidades.
A lo largo de las posiciones
al norte y al oeste de Madrid, aparecen desplegados: dos compañías del antiguo
ejército, una milicia local, un batallón de aviación, 200 guardias civiles, un
batallón de guardias de seguridad (policía), una milicia de la CNT, un batallón
republicano, medio batallón de Ingenieros; la milicia de la FAI. Por lo menos,
el jefe de cada sector del frente era un oficial profesional, designado por el
ministerio de la Guerra.
Había otros en los mandos
subalternos.
Un coronel de Estado Mayor
organizó la defensa del Guadarrama, que ha subsistido hasta el final de la
guerra.
Un general de Ingenieros
mandó durante algún tiempo en Somosierra.
Todos estaban en situación
difícil. Su autoridad no siempre era acatada. Tenían que convencer a sus
subordinados para que cumpliesen las órdenes. Y tener mucho cuidado para no
incurrir en sospecha de deslealtad.
Si la tropa se desbandaba, o
desobedecía, o cumplía mal alguna orden, el jefe no podía ser riguroso con
ella.
Sobre la arbitrariedad de
las decisiones que las unidades de milicianos tomaban por su cuenta, las
anécdotas serían inacabables.
Una brigada de la FAI
abandonó tranquilamente, por enojos con el jefe del sector, los embalses de
agua que abastecían a la capital. Por suerte, el enemigo no se enteró.
Una columna de voluntarios
valencianos, destinada a la sierra, se desbandó al primer choque. Sus jefes
alegaron que no querían ni sabían combatir más que en terreno llano.
En una operación cerca de
Talavera, los milicianos se negaron a emprender la marcha si la artillería
no iba delante, abriéndoles camino.
En condiciones tales se
mantuvo la defensa de los frentes de Madrid, entre los 50 y los 90 kilómetros
de distancia del casco de la capital, hasta octubre o noviembre del 36.
En iguales o peores condiciones,
estuvieron estabilizados los otros frentes.
¿Cómo fue posible?
Evidentemente, los enemigos
no tenían aún ni grandes masas ni grandes medios ofensivos. Con las tropas
sacadas de Marruecos formaron la única fuerza de choque que por entonces vimos
en movimiento: la columna procedente de Andalucía, que en octubre llegó por el
suroeste a los arrabales de Madrid.
No obstante, es manifiesto que
los intentos de entrar a viva fuerza en Madrid aquel verano se frustraron, a
pesar del desbarajuste de la defensa. A todo suplió el entusiasmo de los
combatientes, tropas voluntarias, poseídas de un espíritu político exaltado
hasta el paroxismo, seguras de la victoria.
Hay que remontarse a lo que
se cuenta de los voluntarios de la República francesa en 1792, para encontrar
una masa de soldados tan enardecida por una idea. No sabían manejar el arma, no
sabían combatir, la disciplina militar les parecía cosa anticuada e
insoportable, los mandos inferiores no existían.
A fuerza de arrojo, de buena
voluntad, muchas veces de heroísmo, hicieron cosas utilísimas para la defensa,
y como no había otras mejor pensadas y ejecutadas, eran insustituibles.
Contuvieron el ataque en la
sierra. Despejaron los contornos de Madrid, llegando por la línea de Aragón
hasta Sigüenza. Restablecieron la comunicación con el Mediterráneo, recuperando
Albacete, que era vital para Madrid. Llegaron a Badajoz y durante algunos días
hubo comunicación con el Atlántico, por Huelva. Llegaron a las puertas de Córdoba.
Ahí se acabó su poder
ofensivo, porque el entusiasmo y la improvisación, creciente el poder del
enemigo, no daban más de sí.
Cuando se advirtió que la
victoria no era fácil ni estaba próxima; cuando el ataque sobre Madrid se
pronunció gravemente; cuando la no-intervención privó al gobierno de poder
comprar material a la industria extranjera; cuando los más optimistas se
convencieron de que la guerra sería por lo menos larga y costosa, las medidas
del gobierno para reorganizar un ejército regular se impusieron.
Empezó por decretar que
todos los milicianos quedaban sometidos a la disciplina militar.
Como los milicianos se
habían alistado en otras condiciones, el gobierno creyó bueno permitir que
abandonasen el servicio los que no estuvieran conformes con la reforma.
Algunos millares se
marcharon, en efecto.
Costaba trabajo introducir
la severidad de costumbres propia de un ejército en campaña. En los campamentos
de primera línea, los milicianos no se privaban de ningún placer. Muchos se
volvían a dormir en Madrid. No faltaban casos en que el buen madrileño salía a
campaña temprano, dejaba a su mujer en un acantonamiento o en medio del campo,
preparándole la comida, y después de disparar unos tiros en la trinchera, se
volvía pacíficamente a su casa.
Quien no conozca el carácter
del pueblo de Madrid, su buen humor, su descuido, su propensión a divertirse
con todo, tendrá el hecho por increíble. Pero es cierto.
En la formación del nuevo
ejército ponían mano algunos políticos que dos meses antes combatieron las primeras
medidas del gobierno republicano encaminadas a ese fin.
Véase ahora hasta qué punto,
en el curso de la guerra, los términos del problema permanecieron invariables y
en qué se modificaron, fuese en favor, fuese en contra de la eficacia militar
del ejército de la República.
En 1936, masas de milicianos
voluntarios, no demasiado numerosas, sin instrucción, sin disciplina, sin
cuadros, sin material, pero con espíritu levantado por el entusiasmo político,
creyentes en la victoria. Dos años más tarde: un millón de hombres agrupados en
ejércitos, cuerpos de ejército, divisiones, brigadas, etcétera, con todo el
aparato técnico de organización apetecible, restablecida la disciplina, la
uniformidad, la jerarquía.
Un Estado Mayor Central y
algunos mandos superiores muy capaces para dirigir las operaciones, Mandos intermedios
e inferiores improvisados, sin experiencia, sin conocimientos, sin espíritu de
iniciativa. Estados Mayores de ejército y de división reducidos al mínimo, por
falta de personal.
El material, enormemente
aumentado con respecto al año 36, si se comparan las cifras absolutas, pero en
proporción al del enemigo, la inferioridad del ejército republicano era todavía
mayor que en los primeros meses de la guerra.
Durante la última campaña de
Cataluña, la aviación del enemigo era seis o siete veces más numerosa que la
republicana. La artillería, diez veces superior en cuanto al número; respecto
de calibres y alcances, faltan incluso los términos de comparación, porque los republicanos
nunca han tenido una artillería pesada como la del enemigo.
Escasez de transportes. Una
ofensiva en Extremadura hubo de pararse por falta de camiones.
Escasez de municiones.
Durante la última ofensiva, algunas unidades de artillería recibieron día por
día lo necesario para un consumo tasado y más de una vez cesaron el fuego por
falta de proyectiles. Escasez de armamento.
En otoño del 38, se me dijo
por quien debía saberlo que faltaban 400. 000 fusiles.
En fin, el servicio militar
forzoso, y últimamente la movilización en masa, metió en las filas una
muchedumbre de gente fatigada o desafecta, que en 48 horas pasaba del taller o
la oficina a las trincheras, sin ninguna instrucción y pocas ganas de batirse.
En el curso de los años 37 y
38, el ejército, mejorando su organización y en lucha con esas dificultades
internas, además de luchar con un enemigo cada día más potente, dio muestras
muy brillantes de eficacia y valor. Por ejemplo, en las batallas del Jarama (marzo,
1937), las más encarnizadas hasta esa fecha de toda la campaña, en las que se
contuvo la última gran ofensiva sobre Madrid.
En las operaciones sobre
Teruel, en plena montaña, bajo tempestades de nieve, con temperaturas de veinte
grados bajo cero.
En el Paso del Ebro,
operación audacísima y peligrosa, que salvó a Valencia e hizo concebir
esperanzas, reducidas luego a retrasar unos meses la conclusión fatal de la
guerra. Pero las mismas tropas que cumplían esas proezas y aguantaban privaciones
que solamente la férrea dureza del español es capaz de soportar, abandonaban de
pronto el combate y las posiciones, se desbandaban, sin aparente motivo.
Tomado Teruel en diciembre
de 1937, la noche última del año las tropas que ocupaban la ciudad huyeron, sin
saber por qué, hasta nueve kilómetros a retaguardia, cuando menos.
El hecho se ha repetido
muchas veces.
También el inverso. O sea,
que tropas desbandadas, y al parecer sin moral, eran recogidas, puestas en
línea, y volvían a batirse bien. La raíz del mal era la falta de cuadros de
mando.
El gobierno los fabricaba en
serie porque la guerra consumía muchos. La celeridad en formarlos cedía en
menoscabo de la calidad. No por falta de valor sino de preparación. En ese
aspecto, el ejército era una masa sin esqueleto.
El resultado tenía que ser
desastroso.
De las primeras milicias se
destacaron algunos caudillos o jefes, que ellas mismas se dieron, muy
populares.
Amalgamar estos mandos con
los antiguos oficiales profesionales era un problema que no siempre se ha
resuelto bien.
Sobre los oficiales
profesionales pesaba en los primeros tiempos la desconfianza suscitada por la
conducta de sus compañeros. El motivo principal de que bastantes oficiales del
antiguo ejército se afiliaran en un sindicato (sin ser sindicalistas), o en el comunismo
(sin ser comunistas), era el de buscar protección contra postergaciones
injustas.
Según la influencia que han
tenido en los gobiernos las sindicales o el partido comunista, así ha crecido o
menguado la afiliación de los militares en esas organizaciones.
El primitivo impulso
político que llevaba a todos a combatir, se convirtió
en espíritu partidista.
Cada partido, y las dos
sindicales, protegieron, enfrente de los demás, a sus jefes y oficiales
adictos. En general, los profesionales eran los menos favorecidos.
Tenían preferencia los
procedentes de las milicias y los de nueva creación. Sobre todo los que se
habían encaramado a los primeros puestos. Es innegable que los más de ellos han
hecho lo que sabían y podían. Pero desde el punto de vista militar, el problema
consistía en saber lo que podrían y sabrían hacer.
La realidad ha desmentido
ciertas hipótesis fundadas únicamente en la popularidad. El arrojo personal, o
ciertas dotes de mando, no bastan para ponerse al frente, de una gran unidad o
de un ejército en campaña.
En las últimas semanas de la
guerra, uno de esos caudillos le decía a un general, procedente del antiguo
ejército: «Ustedes los militares de carrera tienen la superstición del terreno.
Pero en la guerra el terreno no tiene ninguna importancia». Esta mentalidad no
se rescata con nada y menos aún con la sangre de la tropa derramada en balde.
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